Intersigno[História. Texto completo].Villiers de l'Isle AdamO senhor abade Victor de Villiers de l'Isle-Adam Uma tarde de outono, que, juntamente com opinião, bebemos chá em volta da fogueira, na casa de um dos nossos amigos, o Barão de Xavier do V... (pálida jovem quem as fadigas tempo militares apoiadas na África, ainda jovem, tornou-se uma fraqueza de caráter com selvageria incomum de costumes), a conversa caiu sobre um assunto mais sombrio: era a natureza dessas coincidências extraordinárias, surpreendentes, misteriosas, que acontecem na existência de algumas pessoas.-Aqui está uma história - disse-nos - que não vai com qualquer comentário. É verdade. Talvez você parece impressionante.Nós acendeu um cigarro e ouvir a seguinte conta:-Em 1876, no solstício de outono, no momento que o crescente número de sepultamentos levemente - feita precipitado - começou a agitar e alarme para a burguesia parisiense, um por do sol verdadeiro, para oito fora de uma sessão de espiritismo dos mais curiosos retornar à minha casa, eu estava sob a influência deste tédio hereditária cuja obsessão preto descarrilha e reduz a nada os esforços da faculdade.Por instigación doctoral he tenido que emborracharme en vano, muchas veces, con el brebaje de Avicena; en vano he intentado convertirme, bajo cualquier fórmula, en quintales de hierro y, pisoteando todos los placeres, he hecho descender, cual nuevo Robert d’Arbrissel2, el mercurio de mis ardientes pasiones hasta la temperatura de los Samoyedas, ¡nada ha prevalecido! ¡Vamos! ¡Decididamente, parece que soy un personaje taciturno y oscuro! Pero ocurre que, bajo una apariencia nerviosa, yo debo de estar construido, como suele decirse, a cal y canto, puesto que aún soy capaz, después de tantas preocupaciones, de contemplar las estrellas.Así pues, esa noche, una vez en mi habitación, tras encender un cigarrillo con las velas del espejo, me di cuenta de que estaba mortalmente pálido y me sepulté en un amplio sillón, antiguo mueble de terciopelo granate acolchado, en el que el vuelo de las horas, en mis largos ensueños, me parece menos lento. El ataque de tedio era insoportable hasta el malestar, ¡hasta el abatimiento! Y, como ninguna distracción mundana lograba apartarme de tales sombras -sobre todo en medio de las horribles preocupaciones de la capital- decidí, como prueba, alejarme de París, ir lejos a respirar un poco de naturaleza, entregarme a ejercicios fuertes, a algunas saludables partidas de caza, por ejemplo, para intentar distraerme.Apenas acababa de tener tal pensamiento, en el mismo instante en que me decidí por esa línea de conducta, vino a mi memoria el nombre de un viejo amigo, olvidado desde hacía años:-¡El abate Maucombe!... -dije, en voz baja.Mi último encuentro con el sabio clérigo databa del momento de su partida para una larga peregrinación por Palestina. La noticia de su retomo me había llegado tiempo atrás. El humilde presbítero vivía en un pueblecito de la Baja Bretaña.¿Dispondría allí Maucombe de una habitación cualquiera, de un cuchitril? Seguramente, ¿habría reunido en sus viajes muchos volúmenes antiguos? ¿Curiosidades del Líbano? ¿Los estanques que hay junto a las moradas vecinas esconderían, todavía, patos salvajes?... ¡Qué oportunidad!... Si yo quería disfrutar, antes de los primeros fríos, de la última quincena del mágico mes de octubre en aquellos rojizos roquedales, si aún pretendía ver resplandecer los largos atardeceres de otoño en las boscosas alturas, ¡debía apresurarme!El reloj dio las nueve.Me levanté; sacudí la ceniza de mi cigarro. Después, como hombre decidido, me puse el sombrero, la hopalanda y los guantes; cogí mi maleta y mi escopeta, apagué las velas y salí, tras cerrar cuidadosamente y con triple vuelta la vieja cerradura secreta que es el orgullo de mi puerta.Tres cuartos de hora más tarde, el tren de la línea de Bretaña me llevaba hacia el pueblecito de Saint-Maur, donde estaba destinado el abate Maucombe; incluso había tenido tiempo, en la estación, de expedir una carta escrita a toda prisa, en la que prevenía a mi padre de mi partida.A la mañana siguiente estaba en R..., desde dónde sólo había unas dos leguas hasta Saint-Maur.Deseoso de pasar una buena noche (para poder utilizar mi escopeta desde el alba del día siguiente), y ya que toda siesta me parece capaz de atropellar la perfección de mi sueño nocturno, y para mantenerme despierto a pesar de mi fatiga, consagré mi jornada a visitar a varios antiguos compañeros de estudios. Hacia las cinco de la tarde, una vez cumplidos tales deberes, hice ensillar mi caballo en el Soleil d’Or, donde había permanecido, y, con las luces del crepúsculo, me encontré ante una aldea.Mientras caminaba, había recordado al clérigo en cuya casa tenía la intención de detenerme durante algunos días. El lapso de tiempo que había transcurrido desde nuestra última entrevista, las excursiones, los acontecimientos ocurridos entre tanto y su aislamiento debían de haber modificado su carácter y su persona. Lo encontraría encanecido. Pero conocía la fortificante conversación del docto rector, y me confortaba pensar en las veladas que pasaríamos juntos.-¡El abate Maucombe! -no cesaba de repetirme en voz baja-, ¡excelente idea!Al preguntar por su residencia a los ancianos que apacentaban a los animales a lo largo de las cunetas, tuve la certeza de que el cura -como perfecto confesor de un Dios misericordioso- había ganado profundamente el afecto de sus feligreses y, cuando me indicaron el camino del presbiterio bastante alejado de la manzana de casuchas y chamizos que constituye el villorio de Saint-Maur, me dirigí hacia allí.Llegué.El aspecto campestre de la casa, las ventanas y sus celosías verdes, los tres escalones de asperón, las hiedras, clemátides y las rosas de té que trepaban por los muros hasta el techo, de donde salía, por un tubo en forma de veleta, una pequeña humareda, me inspiraron ideas de recogimiento, de salud y de profunda paz. Los árboles de un prado vecino mostraban, a través de las cercas de un vallado, sus hojas enmohecidas por la exasperante estación. Las dos ventanas del único piso brillaban a la luz de Occidente; entre ellas mediaba una hornacina donde estaba situada la imagen de un santo. Silenciosamente, eché pie a tierra: até mi caballo al postigo y levanté la aldaba de la puerta, mientras lanzaba una mirada de viajero al horizonte, a mi espalda.Pero éste brillaba de tal forma por encima de los lejanos bosques de encinas y de pinos salvajes donde los últimos pájaros volaban en el atardecer; en la lejanía, las aguas de un estanque cubierto de cañas reflejaban tan solemnemente el cielo, la naturaleza estaba tan hermosa, entre esos aires calmados, en ese campo desierto, en ese momento en que el silencio cae, que, sin soltar la aldaba suspendida en el aire, enmudecí.-¡Oh, tú! -pensé-, que no encuentras el asilo de tus sueños y para quien la tierra de Canaán, con sus palmerales y sus aguas vivas, no aparece en medio de las auroras, tras haber caminado tanto bajo duras estrellas, viajero tan alegre al partir y ahora ensombrecido -corazón hecho para otros exilios que éstos cuya amargura compartes con malvados hermanos-, ¡mira! ¡Aquí puede uno sentarse en la piedra de la melancolía! ¡Aquí los sueños muertos resucitan, precediendo los momentos de la tumba! Si quieres tener un verdadero deseo de morir, acércate: aquí la visión del cielo exalta incluso el olvido.Yo me encontraba en ese estado de laxitud en el que los sensibilizados nervios vibran a la menor excitación. Una hoja cayó a mi lado; su ruido furtivo me estremeció. ¡Y el mágico horizonte de esa tierra entró en mis ojos! Me senté, solo, delante de la puerta.Tras algunos instantes, como la tarde comenzara a refrescar, volví a la realidad. Me levanté apresuradamente y retomé la aldaba de la puerta contemplando la risueña casa.Pero, apenas la observé de nuevo distraídamente, me vi forzado a detenerme, preguntándome, esta vez, si no sería presa de alguna alucinación.¿Era ésta la casa que yo acababa de ver? ¿Qué antigüedad denunciaban, ahora, sus largas grietas entre las pálidas hojas? El edificio tenía un aire extraño; los ladrillos iluminados por los agónicos rayos del atardecer ardían con una intensa luz; el hospitalario portal me invitaba con sus tres escalones; pero al concentrar mi atención en las grises baldosas vi que acababan de ser pulidas, que aún quedaban señales de letras grabadas, y vi también que provenían del cementerio vecino, cuyas negras cruces se me aparecían, ahora, al otro lado, a un centenar de pasos. Y la casa me pareció tan cambiada que me producía escalofríos, y los ecos del lúgubre golpe de aldaba, que dejé caer en mi aprensión, resonaron, en el interior de la morada, como la vibración de un toque de difuntos.Este tipo de visiones, que son más morales que físicas, se borran con facilidad. Sí, yo era víctima, sin dudarlo un segundo, de ese abatimiento intelectual que antes indiqué. Estaba tan ansioso por ver un rostro que, con su humanidad, me ayudase a disipar ese recuerdo, que empujé el picaporte sin esperar más. Entré.La puerta, movida por un resorte, se cerró sola, a mis espaldas.Me encontré en un largo corredor en cuyo extremo Nanon, el ama de llaves, vieja y alegre, bajaba las escaleras con una vela en la mano.-¡Señor Xavier!... -exclamó ella, muy risueña al reconocerme.-¡Buenas noches, mi Nanon! -le respondí, entregándole a toda prisa mi maleta y mi escopeta.(Eu tinha esquecido minha Houppelande na sala do Soleil d'or).Eu subi. Um minuto depois, abracei meu velho amigo.A emoção amorosa, desde as primeiras palavras e o sentimento de melancolia pelo passado nos oprimidos, abade e, durante alguns momentos. Nanon veio para nos trazer a luz e anunciar o jantar dos EUA.-Maucombe meu caro - disse enquanto você
sendo traduzido, aguarde..